30.8.10

Cambiábamos una letra por vez, y probábamos cómo sonaba: RA-NA, RA-MA, RA-TA. Asomaba la noche sobre el mar, pero el calor seguía apretando. De rodillas en la arena, yo aprendía a leer, con una rama como lapiz y toda la arena que encontrara como hoja. Me gustaba ver cómo se hundía la madera, parecía que nunca llegaría al fondo. Nunca volví a creer con tanta fuerza, con mis escasos 4 años, que el lenguaje no tenía límites. Poco a poco, la playa fue llénandose de letras. Recuerdo a las S escapándose para mojar la nariz en el agua, las T escondiéndose tras los médanos, y las R haciéndome cosquillas en la lengua. Estaban por todos lados, hasta abajo de los caracoles. Se hizo la hora de ir a casa y me despedí de ellas, prometiéndoles volver al otro día para seguir jugando. No sé qué soñé esa noche.
Corrí los últimos metros, ansiosa por el reencuentro. No las veía desde lejos, pero tampoco aparecieron mientras me acercaba. Estarán esperando atrás de los arbustos para asustarme, pensé. Fui riendo por los nervios hasta la orilla, esperando que en cualquier momento salieran desde cualquier lado para pellizcarme. Pero no. Me arrastré llorando hasta mis papás para decirles que las palabras no me querían más. Se sonrieron y me dijeron que el mar se las había llevado por la noche, pero que no tenía que ponerme triste: bastaba con escribirlas de nuevo.
Desde ese día las reescribí todas las noches, para que el mar no nos separara nunca más, pero claro, sobre hojas, ya nunca arena, ya nunca profundidad, ya nunca creer, ya nunca infinito.
(Abril 2010)

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