Nunca sabía bien cómo bajar, pero no había nada que me gustara más que trepar árboles. Desde bien chiquita había aprendido a ensuciarme la ropa y rasparme manos y rodillas para llegar a sentarme en alguna rama que me pareciera muuuy alta. Subía, subía, subía hasta que miraba para abajo y me entraba el miedo -aunque hasta que no quisiera realmente bajar, ese miedo se transformaba en adrenalina-.
En algún punto me cansaba, me aburría y me empezaba a preocupar por cómo iba a hacer para bajar (la distancia al descender siempre era más que la que había escalado). De a poquito iba encontrando escaloncitos, pero llegaba el momento en que un salto se hacía necesario, y el temor me atrapaba. No sé si era miedo de lastimarme, de no poder volver a hacer el mismo camino, o qué.
Me daba un poco de vergüenza pedir ayuda; sin embargo, mamá o papá aparecían para atajarme, y al rato estaba lista para seguir conquistando ramas.
A veces no hay colchón que amortigüe el aterrizaje, ni mano que calme la aprehensión que provoca mirar hacia abajo. "Soltar una rama para agarrar la siguiente", llevándome o dejando dudas, prejuicios y tristeza. La ansiedad de no saber qué iré a encontrar; el dolor de querer regresar.